De nuevo, mientras rebuscaba entre los estantes de la biblioteca de La Casa de Piedra, en Colombres, buscando retazos de nuestra historia, de nuestro pasado y de las creencias y leyendas que regían esta tierra, cayó entre mis manos este relato…

Hablando hace años sobre las leyendas de su pueblo con un anciano asturiano, de los de misa diaria, decía él:
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Arturo González – Mata

Hubo una vez, hace muchísimo tiempo, una vieja giganta tan alta como el cielo. Vivía en la cima de las montañas donde siempre está nevando, y de allí bajaba cada invierno para cubrir la tierra de blanco. Dominaba los elementos: la lluvia, las heladas, la nieve y los grandes calores. Al comienzo del año decretaba cómo iban a transcurrir las estaciones: con una palabra suya podían perderse las cosechas y perecer los ganados. Era dueña del año y señora, por tanto, del tiempo. Llevaba consigo un huso de hilandera con el que hilaba el destino de los hombres.
La giganta modeló el paisaje a su gusto cuando el mundo era aún joven. En ciertos lugares dejó plantadas rocas gigantescas como su huso, en otros marcó la huella de su pie sobre una peña. Fue madre de dioses y de ella nació también la humanidad. La gente la temía pero también la amaba porque a veces se apiadaba de sus hijos, favorecía las cosechas, curaba las enfermedades y ayudaba a concebir a las mujeres estériles. Se levantaron santuarios en los lugares donde se mostraba con un rostro más amable, y los peregrinos acudían a las playas, las rocas llamativas y los manantiales a pedirle favores.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Llegaron otros dioses que arrinconaron a la vieja hilandera. La gente no la olvidó por completo, pero mezclaron poco a poco la vieja y la nueva religión y finalmente la giganta se convirtió en recuerdo vago, desperdigado en mil rincones de la memoria: un nombre de lugar, una costumbre supersticiosa, una leyenda incompleta…

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